Javier Navares, Javier Enguix, Inma Cuesta y Álvaro Morte, en una escena de '¡Ay Carmela¡' / Javier Naval
Carles Alfaro ha presentado en el Lliure una versión de
El extranjero de
Camus, en superlativa versión catalana de Rodolf Sirera (y del propio director) en la que el soliloquio de Meursault se convierte en dúo y en coro. Meursault Uno (Francesc Orella) dialoga con Meursault Dos (Ferran Carvajal), pero no queda ahí la cosa, porque Orella interpreta también a los restantes personajes del drama, salvo a Marie, su novia, que corre a cargo de Carvajal. Contado así parece un lío de tres pares de narices (y ha hecho arrugar más de una), pero funciona porque la dirección de Alfaro es milimétrica y la entrega de los dos actores absoluta. ¿Artificioso? Pues sí, un poco, pero el teatro está lleno de artificios esplendorosos: lo importante, como siempre, es la convicción. ¿Un Meursault maduro hablando con un Meursault joven? No necesariamente: más bien un Meursault que se ve desde afuera, que habla con un yo interior porque es su único interlocutor posible. En ambos hay una mezcla constante de tiniebla y luminosidad, de hielo y fuego, ejemplificados en esa Gimnopedia con fraseo árabe que es la perla de la banda sonora. Digamos que el Meursault de Orella es un cadáver de permiso que parece hablar desde la otra orilla, y el de Carvajal, con más gatos en la tripa, bien podría ser un aspirante a Roberto Zucco: el ritmo majestuoso, las interpretaciones aparentemente frías pero a la postre incandescentes, me hicieron pensar en Koltès, Koltès dirigido por Chéreau.
Quizás (obviedad cierta) el sentido último de los relatos llevados al teatro radique en que te hacen percibir por la vista y el oído algunos aspectos que no advertiste en el texto: una lectura más atenta, con más ventanas y más pasajes. La escritura de Camus adquiere ecos inesperados en este montaje. Yo le escuché, por primera vez, un aire celiniano. La conversación con el cabrón que se quiere vengar de su mujer, los paseos del viejo y el perro, el aire de putrefacción moral, de deriva, de que nada importa, están muy cerca de
Viaje al fin de la noche. Y del Jim Thompson de 1200 almas: ese golpe de sol que detona el asesinato, el mismo sol del día del entierro de la madre. Dos únicos peros:
a) la escenografía, a caballo entre la celda y el portal, es eficaz pero un tanto mamotrética y,
b) no veo demasiado sentido a que suenen algunos fragmentos grabados estando los actores en escena. Por lo demás, un excelentísimo trabajo, febril y arriesgado, de los que siguen resonando en tu memoria.
2. Un espectáculo con tantos altibajos como
¡Ay, Carmela! El musical, que
Andrés Lima ha dirigido en el Reina Victoria, obliga a un continuo ejercicio de caliarenismo. El formidable texto de Sanchis Sinisterra resulta explicativo, esquelético, casi telegramático en la adaptación que firma el veterano
José Luis García Sánchez. Y, paradoja, se hace largo porque padece de sobrecarga. Aquí tenemos a Marta Ribera, que lleva casi veinte años siendo un animal escénico de instantáneo poderío, interpretando a una narradora cupletista con la inquietante gestualidad de Ann Reinking. Da gusto verla, haga lo que haga, y se la echa de menos cuando no está en escena, pero
a) su parlamento es redundante y,
b) su segundo rol, el del mudo Gustavete, es prácticamente inexistente. Grandes momentos:
Suspiros de España, mano a mano con Inma Cuesta, y el argentinísimo tema
Yo no pedí nacer, que le ha escrito Víctor Manuel.
Inma Cuesta tiene encanto, gracia, y canta muy bien, pero no acabo de ver a Carmela con una sofisticada combinación negra ni cantando canciones como
Abrázame otra vez, de Víctor Manuel, o
Mientras duermes, de Vanesa Martín, que “te sacan” absolutamente de época. Le encajan mejor, del nuevo material, Yo reparto besos, también de Vanesa Martín, y la emotiva nana que le canta al miliciano herido, y, desde luego, las clásicas
Yo te diré,
En el café de Chinitas y
Que viene el coco. Por otro lado, las podas del texto afectan al dibujo del personaje. Baste un ejemplo: en el original había un
crescendo de tensiones, culminado por el humillante
sketch de la burla a la República, que venía al pelo porque era el detonante para su enfrentamiento con los fascistas, unido al coro de los brigadistas condenados. Carmela no tenía ideología: su decisión final surgía del corazón, brotaba de la rabia y del dolor ante la injusticia, y por tanto era más fuerte, más orgánica. Aquí se rebela ante la imposición de tener que cantar el
Banderita y se envuelve en la tricolor como la libertad guiando al pueblo: diría yo que perdemos con el cambio. Javier Gutiérrez exhala su verdad habitual y recuerda a un joven López Vázquez como Paulino, pero la potentísima parte onírica en el teatro vacío ha quedado muy menguada. Hablando de onirismos, tiene una escena “nueva” original y bien resuelta: el recitado de
Romance de Castilla en armas que desemboca en una terrible anticipación de la victoria franquista a lomos del
Ya hemos pasao de Celia Gámez. Me gustan mucho las estremecedoras filmaciones de la guerra, montadas por Valentín Álvarez, que abren la segunda parte; me gusta mucho la agónica versión de Jarama Valley a cargo del brigadista (Pablo Raya), y la idea, plenamente “de musical”, de enfrentar la canción al himno fascista Giovinezza, otra escena estupendamente levantada. Hay otro momento en esa línea pero de menor impacto, cuando las fuerzas del eje, encarnadas en un cura español (Javier Enguix), un teniente italiano (Javier Navares) y una oficial nazi (Marta Ribera) hacen un
medley con
Fiel espada triunfadora,
Funiculí Funiculá, y
Lili Marleen (que aquí adscriben tópicamente al nazismo: la cantaban soldados de ambos bandos). Entre la narración “externa” y las intervenciones fascistas poco tiempo les queda a Carmela y Paulino: esa es la sobrecarga a la que al principio me refería. Hay, sin embargo, una estrella inesperada en esa segunda parte: Javier Navares, que interpreta fenomenalmente al teniente Ripamonti y además canta de fábula. Álvaro Morte (el sargento Peláez) y Javier Enguix (el cura) tienen energía, pero sus personajes apenas poseen relieve. La escenografía de Beatriz San Juan queda un tanto acogotada en el escenario del Reina Victoria: lo mejor, con sus limitaciones, el felliniano carromato de los cómicos.
¡Ay Carmela! El musical tendrá éxito, pero podría ser un cañón y no lo es: sobran y faltan demasiadas cosas. Y, sobre todo, falta ritmo. Cabe esperar que Andrés Lima se lo inyecte.
L’estranger. De Albert Camus. Versión de Rodolf Sirera. Director: Carles Alfaro. Intérpretes: Ferran Carvajal, Francesc Orella. Teatro Lliure, Barcelona. Hasta el 12 de mayo.
¡Ay Carmela¡ El musical. De Sanchis Sinisterra. Director: Andrés Lima. Intérpretes: Inma Cuesta, Javier Gutiérrez y Marta Ribera. Teatro Reina Victoria, Madrid. Hasta el 26 de mayo.