O amor me pegou
E eu não descanso enquanto não pegar
Aquela criatura
Saio na noite à procura
O batidão do meu coração na pista escura
Se pego, ui...
Me entrego e fui
Será que ela quererá
Será que ela quer
Será que meu sonho influi
Será que meu plano é bom
Será que é no tom
Será que ele se conclui
E as gatas extraordinárias que
Andam nos meios onde ela flui
Será que ela evolui
Será que ela evolui
E se ela evoluir, será que isso me inclui
Tenho que pegar, tenho que pegar
Tenho que pegar essa criatura
Tenho que pegar, tenho que pegar
Tenho que pegar
Em verdade, só escrevi este post para compartilhar esta ilustração do artista Ho Ryon Lee, que eu não conhecia e me foi apresentado pelo designer mineiro Leonardo Freitas. Clique para ver mais
David Remnick, editor da New Yorker, disse certa vez que “a revista que publicamos toda semana reflete o que eu quero ler ou o que as pessoas à minha volta — este grupo de editores — considera impressionante ou profundo, ou engraçado, ou inteligente ou o que seja.”
É mais ou menos o que penso quando alimento este blog com as inutilidades que você está acostumado a ver.
Para mim, o blog é um monólogo interior. Uma caixa preta de impressões passageiras e algumas confissões. Ler blogs como este é acompanhar o fluxo de pensamentos de alguém; é a coisa mais próxima que temos de telepatia.
Ou, para citar mais explicitamente uma passagem do artigo de Mark Dery, autor que me foi apresentado por Gunter Axt (confesso que queria ter escrito isso):
“Os blogs são o equivalente pós-moderno do gabinete de curiosidades do período barroco — um aglomerado idiossincrático de objetos encontrados (ideias, imagens, fatos e ficções recolhidas do fluxo midiático global) que refletem nossas próprias tentativas de assimliar a abundância de dados imateriais despejados sobre nós pela descoberta da vida em rede.”
Mark prossegue:
“Alguns dos melhores blogs oferecem um mundo estranho como alternativa à grande mídia. Seu conteúdo não é determinado por formadores de opinião, que dizem o que você deve saber, ou por editores que querem vender sua atenção para anunciantes que desejam falar com você. Pelo contrário, eles dizem o que nem você mesmo sabia que deveria saber.”
“Alguns dos meus blogs favoritos deixam o visitante casual espiar os pensamentos mais recônditos de um estranho para enxergar o mundo por meio dos olhos de outra mente. É o que eu chamo de Efeito John Malkovich.”
Bem simpático.
La conversación sobre la película le trae y le lleva por caminos que se desvían a la vida. Y es que parece que la distancia entre ambos –el cine y la existencia-, no abarca más que un corto paso para él. Él, David Trueba, estrena hoy Madrid, 1987: una cinta pequeña, intimista, pero de vocación trascendente y notas autobiográficas. Dos actores –José Sacristán y María Valverde, que hacen del periodista reconocido y temible y la inexperta aprendiz- le sobran para componer una historia local, pinzada en el espacio y el tiempo, pero que aborda temas universales e inmortales. Los protagonistas, reflejo de generaciones tangentes, se reúnen en una calurosa jornada de verano como maestro y pupila. El deseo carnal del uno y las inquietudes de la otra, les llevan a un apartamento en el que, cosas que pasan, se quedan encerrados desnudos dentro del baño durante casi dos días. La forzosa cercanía, a ratos asfixiante y a ratos liberadora, les hace abrirse e intimar de un modo que, en otras circunstancias, jamás hubiera sido posible.
“En 1987 entré en la facultad de periodismo”, comienza a explicar el cineasta, escritor y periodista frente a una taza de té. “Aunque no tiene nada que ver con la nostalgia. Lo que pasa es que me gusta que las películas estén contextualizadas; me gusta sentir que transcurren en un momento y un lugar reconocibles”. Aquel año, además, no solo marcó un hito en lo personal. “Tengo la sensación de que en el 87 España cambió. Fue entonces cuando entró en el mercado común, y cuando empezó a sentirse satisfecha de sí misma, a pensar que ya éramos Europa, cuando en realidad faltaban muchas cosas por cambiar. Esa sensación de satisfacción me hizo sentir tristeza, y esa frustración está reflejada en la película”.
Con el realismo siempre en mente, Trueba compone en su guion personajes arquetipo manufacturados como un collage de nombres históricos, especialmente el que interpreta Sacristán, el imponente e intocable cronista. “No quería que fuera una caricatura de nadie, pero sí una amalgama. Desde los tiempos de Larra, el articulismo ha tenido una importancia social y literaria muy grande en España, desde Julio Camba o González Ruano a Paco Umbral, Vázquez Montalbán... y sí que me he basado en algunos de ellos, pero no quería que fuera uno solo”. El oficio del periodismo que se muestra en el filme remite a unos tiempos en el que el güisqui corría a gogó por las redacciones, los artículos se escribían a máquina desde un bar, y los periodistas hablaban de su vida sexual en sus columnas. “Cada época tiene su manera de vivir y su tecnología, en todo proceso se pierde y se gana algo. De todos modos, lo cierto es que los protagonistas podrían haber tenido otra profesión”.
David Trueba junto a los protagonistas de 'Madrid, 1987', María Valverde y José Sacristán
Y es que por encima de las circunstancias, la historia que Madrid, 1987 quiere contar es la de las personas que la componen: un viejo y una chica; un hombre y una mujer que se ven obligados a compartir una intimidad impropia de dos desconocidos. “El elemento de conquista, de seducción, me interesaba porque es con lo que tenías que lidiar entonces”, dice Trueba. “La seducción es un mecanismo humano imprescindible, en el que uno coloca todo el carbón que tiene, sea este el físico, la autoridad… Eso es de lo que trata la película”.
Más allá de la carne, el abismo temporal que separa a los protagonistas es igualmente definitorio: “Siempre me ha interesado el reconocimiento de que la vida es una cadena, donde tú eres el producto de un tiempo, de un pasado, y que tú vas a serlo para los siguientes”. La desnudez de Sacristán y Valverde a lo largo de buena parte del filme, mira en esa misma dirección: “Lo que me interesaba era enseñar la piel de un viejo y una joven. Los medios de comunicación de hoy solo permiten la belleza, que siempre se equipara con la juventud. Tenemos que luchar por hacer presente que eso no es real, y que el cuerpo viejo sigue teniendo necesidades”.
Lo más provocador de la película, cree el cineasta, no son los cuerpos, sino las ideas que albergan. “Hablan de literatura, de arte… algo que en el mundo del cine actual está proscrito”. Y si eso espanta al público, qué le vamos a hacer. “Es un proyecto no comercial. El cine ve al público como un mercado, y quieren obligarte a hacer las cosas como ellos quieren. Pero en mi vida profesional, el público siempre ha estado ahí. Yo creo que no debes traicionarte, y tienes que contar las cosas lo mejor que puedas”. Lo que él narra, se ha construido además con pocos recursos. “Es un filme que tampoco necesita mucho presupuesto. Como me dijo Pepe Sacristán, en esta película hay exactamente lo que se necesita. Aunque eso no significa que no eche de menos una campaña de publicidad mayor, o la distribución de un mayor número de copias”.
Rodada en trece días, Madrid, 1987 ya ha salido de la ciudad para conocer mundo. En enero, compitió en festival de cine independiente de Sundance, en EE UU, y en el Festival Cinematográfico del Uruguay ganó el premio del público al mejor filme internacional. “Pensé que era una película muy localista, y que no se entendería fuera de España, porque los diálogos hablan de Adolfo Suárez, de ETA, de Franco... Cuando comenté esto en la presentación de la película en Uruguay, una mujer me preguntó: ‘¿Por qué dice semejante estupidez? Tampoco conozco el código samurái, y eso no significa que no pueda comprender Rashomon”.
Com seu cabelo cinza, rugas novas e os mesmos olhos verdes, cantando madrigais para a moça de cabelo de abóbora, Chico Buarque de Holanda vai bater de frente com as patrulhas do senso comum.
Elas torcem o nariz para mais essa audácia do trovador. O casal cinza e cor de abóbora segue seu caminho e tomara que ele continue cantando "eu sou tão feliz com ela" sem encontrar resposta ao "que será que dá dentro da gente que não devia".
Afinal, é o olhar estrangeiro que nos faz estrangeiros a nós mesmos e cria os interditos que balizam o que supostamente é ou deixa de ser adequado a uma faixa etária. O olhar alheio é mais cruel que a decadência das formas. É ele que mina a autoimagem, que nos constitui como velhos, desconhece e, de certa forma, proíbe a verdade de um corpo sujeito à impiedade dos anos sem que envelheça o alumbramento diante da vida.
Proust, que de gente entendia como ninguém, descreve o envelhecer como o mais abstrato dos sentimentos humanos. O príncipe Fabrizio Salinas, o Leopardo criado por Tommasi di Lampedusa, não ouvia o barulho dos grãos de areia que escorrem na ampulheta. Não fora o entorno e seus espelhos, netos que nascem, amigos que morrem, não fosse o tempo "um senhor tão bonito quanto a cara do meu filho", segundo Caetano, quem por si mesmo, se perceberia envelhecer? Morreríamos nos acreditando jovens como sempre fomos.
A vida sobrepõe uma série de experiências que não se anulam, ao contrário, se mesclam e compõem uma identidade. O idoso não anula dentro de si a criança e o adolescente, todos reais e atuais, fantasmas saudosos de um corpo que os acolhia, hoje inquilinos de uma pele em que não se reconhecem. E, se é verdade que o envelhecer é um fato e uma foto, é também verdade que quem não se reconhece na foto, se reconhece na memória e no frescor das emoções que persistem. É assim que, vulcânica, a adolescência pode brotar em um homem ou mulher de meia-idade, fazendo projetos que mal cabem em uma vida inteira.
Essa doce liberdade de se reinventar a cada dia poderia prescindir do esforço patético de camuflar com cirurgias de botoxes - obras na casa demolida - a inexorável escultura do tempo. O medo pânico de envelhecer, que fez da cirurgia estética um próspero campo da medicina e de uma vendedora de cosméticos a mais rica mulher do mundo, se explica justamente pela depreciação cultural e social que o avançar na idade provoca.
Ninguém quer parecer idoso, já que ser idoso está associado a uma sequência de perdas que começam com a da beleza e a da saúde. Verdadeira até então, essa depreciação vai sendo desmedida por uma saudável evolução das mentalidades: a velhice não é mais o que era antes. Nem é mais quando era antes. Os dois ritos de passagem que a anunciavam, o fim do trabalho e da libido, estão ambos, perdendo autoridade. Quem se aposenta continua a viver em um mundo irreconhecível que propõe novos interesses e atividades. A curiosidade se aguça na medida em que se é desafiado por bem mais que o tradicional choque de gerações com seus conflitos e desentendimentos. Uma verdadeira mudança de era nos leva de roldão, oferecendo-nos ao mesmo tempo o privilégio e o susto de dela participar.
A libido, seja por uma maior liberalização dos costumes, seja por progressos da medicina, reclama seus direitos na terceira idade com uma naturalidade que em outros tempos já foi chamada de despudor. Esmaece a fronteira entre as fases da vida. É o conceito de velhice que envelhece. Envelhecer como sinônimo de decadência deixou de ser uma profecia que se autorrealiza. Sem, no entanto, impedir a lucidez sobre o desfecho.
"Meu tempo é curto e o tempo dela sobra", lamenta-se o trovador, que não ignora a traição que nosso corpo nos reserva. Nosso melhor amigo, que conhecemos melhor que nossa própria alma, companheiro dos maiores prazeres, um dia nos trairá, adverte o imperador Adriano em suas memórias escritas por Marguerite Yourcecar.
Todos os corpos são traidores. Essa traição, incontornável, que não é segredo para ninguém, não justifica transformar nossos dias em sala de espera, espectadores conformados e passivos da degradação das células e dos projetos de futuro, aguardando o dia da traição. Chico, à beira dos setenta anos, criando com brilho, ora literatura, ora música, cantando um novo amor, é a quintessência desse fenômeno, um tempo da vida que não se parece em nada com o que um dia se chamou de velhice. Esse tempo ainda não encontrou seu nome. Por enquanto podemos chamá-lo apenas de vida.